Soy una larva

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Hanzel y Grettel de paseo por el bosque

bosque

6 meses exactos desde mi último viaje en tren. Un viaje a la desesperada a ver al Dr Martí antes del envenenamiento, aterrorizada, sin saber por dónde llegaba el rayo que me iba a carbonizar.

6 meses de claustro.

Sigo dentro del caparazón del dolor,  las palmas de mis manos son del color de la cúrcuma,  las uñas toscas de tortuga.

El tren me impulsa hacia adelante, me aleja del apocalipsis, del lugar de la batalla.

Grettel se aleja de la escena del crimen, se abre el plano de detalle a general. La vemos convaleciendo como las románticas tuberculosas con los aires puros de la sierra castellana.

Si yo soy Grettel, mi hermana es Hanzel y por la noche, vamos de paseo por el bosque. El bosque ardió en verano y subimos y bajamos y bajamos y subimos poniendo a prueba nuestros cuerpos maltratados por la medicina nuclear entre las púas  de resina calcinadas. El camino que yo he echo, ella lo hizo antes. Así que también tiene algo de Pulgarcita, así que también es algo más que hermana de sangre. La misma sangre, la misma leche, el mismo veneno, lo que une eso, no lo sabe nadie.

Juntas forjamos el discurso de la recuperación, para eso hay que hacer un vaciado del fondo del armario, hay que contarse los puntos de sutura de las cicatrices visibles y tirar del hilo de las invisibles, hacer vainica doble con la certeza de las causas (por qué iba a morirme) y los efectos (cómo vivir de ahora en adelante) y presentarnos armadas hasta los dientes para plantarle cara a la bruja, al bicho, al cáncer, como quiera hacerse llamar la maldita roedora.

En el corazón del bosque Hanzel me pregunta cuántos años tenía madre cuando le diagnosticaron, 50 le digo. Cuántos años tenía cuando murió,  60 le digo.  Al final, madre también nos puso sus piedrecitas luminosas en el camino y así fue como Hanzel y Grettel cogieron el camino de vuelta. Cada una, en riguroso silencio hace sus cálculos correspondientes.

Tumbada entre almohadones en la buhardilla, escucho los trinos de los pájaros nocturnos. Cantan febrilmente de 12 a 3.

Antes de cerrar la maleta al echarme un vistazo en el espejo, veo que  se me han caído las pestañas. Ya no me queda ni un pelo de tonta.

Trance

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Al despertar del sueño denso, empiezo sin comerlo ni beberlo una vida nueva. Desde la cama, sin apenas abrir los ojos, entre los vapores de la morfina, veo por el rabillo del ojo cómo el médico, que en quirófano me ha parecido un pez ágil que fluye nadando en su elemento, habla en voz baja con mi hermana número2. El doctor R ahora fuera de su líquido elemento parece cansado, ha perdido la partida, seguro que no es la primera vez ni es una sorpresa para él. Cambio de planes en el discurso que ha mantenido resolutivo, durante meses, a pesar de mis miradas escépticas desde el principio de los tiempos, desde la primera vez que me senté frente a él, cuando todavía no me miraba a los ojos.

Despierto, pues, a una vida de sensaciones raras, que no sabe una dónde colocar. Una vida en la que hay que recomponer todas las energías que junto con mis entrañas han quedado sobre la mesa del quirófano, expuestas como las pobres putas evisceradas en manos de Jack el Destripador, pero por lo legal.

Este trance, pastoso, lleno de niebla, es un mundo con otro idioma y otro tono. Un mundo en el que hay que aprender a caminar. No hay ensayo general, te lanzan a la vorágine de la enfermedad como le lanzan a una a la vida. No te tapan con mantitas de perlé, ni te cambian el pañal, así que sécate las lágrimas y pisa fuerte, que total no es nada, lo de tantas y cada vez más, somos legión. Este mundo nuevo, de miradas consternadas, es una galaxia personal y en una está, solo dentro de una, toda la mística, la épica y la decisión de la lucha.